En 2011, la Comisaría General de la Policía Científica de España cumplió su primer siglo de vida. Pero para rastrear sus raíces hay que viajar a Francia, concretamente al año 1882 (solo tres antes de la fecha en la que se sitúa la primera aventura de Víctor Ros). Fue entonces cuando comenzó a despuntar en París un personaje conocido como Alphonse Bertillon, un joven y ambicioso policía hijo de un reputado médico y antropólogo. Alphonse propuso a sus superiores usar una nueva técnica que él mismo había inventado: la antropometría, consistente en realizar un archivo de reclusos y delincuentes habituales en función de una serie de medidas corporales (el tamaño de la cabeza, de las manos…), lo que permitía identificarles en cualquier circunstancia y por mucho que hubieran modificado su aspecto. Bertillon elaboró un detallado informe, aunque su superior lo encontró incomprensible, a causa de su complejidad técnica, y acabó tirándolo a la basura. El joven investigador no desistió, y gracias a su perseverancia logró una audiencia para exponer sus teorías en el ministerio. Pero su forma de expresarse era tan pormenorizada y plúmbea que, según cuentan, durmió a su auditorio.
Inasequible al desaliento, Alphonse Bertillon no cejó en su empeño hasta que la fortuna le sonrió: la llegada de un nuevo prefecto de policía que quedó cautivado por su entusiasmo le permitió empezar a poner en práctica sus teorías. Pocos meses después, sus investigaciones antropométricas le sirvieron para realizar su primer arresto, y entonces su técnica comenzó a ser aceptada en las comisarías de toda Francia. El investigador llegó a confeccionar un archivo con más de siete mil fichas de sospechosos, gracias al cual logró unas cincuenta detenciones.
Hay que señalar que, vista en la actualidad, la técnica de Bertillon no era excesivamente rigurosa, ya que mezclaba supuestos estrictamente científicos con otros meramente intuitivos que él daba por totalmente veraces. Pero era un comienzo: el primer intento de aplicar una metodología vagamente científica al trabajo policial. Y las noticias de sus éxitos traspasaron fronteras, lo que hizo que su técnica se extendiera por toda Europa. España no fue una excepción. Así, en 1895 se creó en Barcelona el primer Gabinete Antropométrico y Fotográfico con el fin de aplicar el sistema de identificación de Bertillon en todas las cárceles del reino. Una década más tarde se fundó en Madrid la primera Escuela teórico-práctica de Policía, que incluía la antropometría y la fotografía entre sus asignaturas.
Archivar las huellas
Unos años antes, en 1888, un policía argentino llamado Juan Vucetich fue encargado de organizar el archivo antropométrico de Buenos Aires. Al no poseer ningún tipo de conocimiento científico, el investigador comenzó a estudiar por su cuenta y a documentarse sobre la materia. Fue así como se enteró de la existencia de una nueva técnica de registro basada en la impresión de las huellas dactilares que consideró que podía ser de gran utilidad. La bautizó con el rimbombante nombre de ignofalangometría, y gracias a ella, en 1891, logró resolver el llamado «caso Rojas«; un suceso en el que una mujer, Francisca Rojas, había asesinado a sus ahijados. El descubrimiento de una huella suya ensangrentada sobre una puerta delató a la asesina.
Al igual que sucedió con los éxitos de Bertillon, los ecos del «caso Rojas» tuvieron alcance mundial. En nuestro país, fue un médico granadino llamado Federico Olóriz Aguilera quien recogió el testigo del detective argentino. Amigo personal de Ramón y Cajal. El doctor español perfeccionó la técnica ideada por Vicetich, que pasó a conocerse con el nombre de dactiloscopia. En 1908, Olóriz comenzó a dar clases en la Escuela de Policía: instruía a los alumnos en el uso de la huella digital como medio de investigación. Poco después, en 1911, se creó en Madrid el primer Servicio de Identificación (al año siguiente se abrió el segundo en Barcelona), aunque su primera misión no fue la resolución de ningún enigmático caso: consistió en proceder a identificar a los mendigos acogidos en un campamento municipal de desinfección.
Pero, además de dactiloscopia, Olóriz instruyó a los futuros policías en el uso de una metodología de investigación que, si bien hoy nos parece básica, en su momento resultó absolutamente revolucionaria y que se basaba en la minuciosa inspección ocular del escenario de un delito –para realizar la recogida de huellas o de cualquier otro indicio que pudiera ayudar a la resolución del caso– y en la reconstrucción de los hechos.
Uno de los primeros investigadores en llevar a la práctica las enseñanzas de Olóriz fue el comisario Ramón Fernández-Luna, jefe de la Brigada Criminal de Madrid y una auténtica leyenda de la policía española. Su éxito más célebre fue la resolución del robo del Tesoro del Delfín. Se trataba de una colección de joyas que perteneció a Luis XIV y que era custodiada en el Museo del Prado. Pero en la mañana del 20 de septiembre de 1918 se descubrió que varias de las piezas de dicha colección habían sido sustraídas. El comisario Fernández-Luna se encargó de la investigación, y la inspección ocular le sirvió para descubrir que la cerradura de la sala había sido abierta con una réplica exacta de la llave original, lo que significaba que los asaltantes tenían que haber contado forzosamente con la complicidad de, al menos, un trabajador del Museo. En un plazo de solo siete días después, los dos autores del robo fueron detenidos: uno de ellos era un vigilante del Prado llamado Rafael Cobo, ludópata y con cuantiosas deudas de juego. El hallazgo de dos huellas dactilares idénticas a las suyas en la vitrina del tesoro fue la prueba definitiva que le incriminó.
Un detective legendario
La vida de Ramón Fernández-Luna no tiene nada que envidiar a la de Víctor Ros o a la de cualquier otro detective de ficción. Entre sus numerosos logros figura haber resuelto uno de los sucesos más célebres de la crónica negra de la época, el llamado «crimen del capitán Sánchez». Fue en 1913. La alta sociedad madrileña se alarmó tras la repentina desaparición de Rodrigo Jalón, un viudo de buena posición. Encargado del caso, Fernández-Luna pronto averiguó que el desaparecido mantenía relaciones con la guapa hija de un militar llamado Manuel Sánchez López. Se trataba de un hombre hosco y violento, aficionado al juego y amenazado por las deudas, del que se decía además que mantenía una relación incestuosa con su propia hija.
El investigador ordenó vigilarle de cerca e inspeccionar detenidamente la zona en la que se encontraba su residencia. Gracias a ello, sus hombres encontraron restos humanos en las alcantarillas situadas debajo de su vivienda. Tras este hallazgo, el policía obtuvo una orden para registrar el domicilio del sospechoso y allí, ocultos tras una falsa pared, encontraron varios objetos de la víctima, así como el martillo con el que le habían asesinado y el hacha que usaron para despedazarle. Los asesinos quemaron su cabeza y varias partes más de su anatomía en la chimenea, y el resto del cuerpo, minuciosamente troceado, lo arrojaron por el retrete.
Pero además de las incipientes técnicas científicas de investigación, Fernández-Luna también recurría a otras tácticas más tradicionales y novelescas, como disfrazarse de mendigo y chulapo para pasar inadvertido en determinados ambientes. Estratagemas que le permitieron arrestar al célebre ladrón de guante blanco Eduardo Arcos Puig, apodado «el Fantasma», y que serviría décadas después de inspiración para crear al personaje de Fantomas.
Sin embargo, pese a estos logros, el brillante policía fue víctima de las intrigas políticas de su época. Por sus ideas liberales tuvo que abandonar su cargo en 1923, al iniciarse la dictadura de Primo de Rivera. Aun así, nunca abandonó el mundo de la investigación, ya que abrió la que está considerada la primera agencia de detectives privados de España.
Su ejemplo no cayó en saco roto, y poco a poco la policía española se fue modernizando con la incorporación de nuevos protocolos de investigación. En 1912 comenzó a ponerse en práctica la «reseña fotográfica policial», mediante la cual los delincuentes habituales eran fichados en un archivo que incluía dos imágenes de cada uno de ellos (una de frente y otra de perfil).
Aunque hay que señalar que, con anterioridad a esa fecha, la policía española ya había comprobado la utilidad de la fotografía para resolver un crimen. En 1902, los inspectores que investigaban el «crimen de la plancha», ocurrido en la madrileña calle de Fuencarral, difundieron por primera vez la foto de un sospechoso. Se trataba de una mujer acusada de matar al propietario de una vivienda golpeándole con una plancha en la cabeza. El retrato se publicó en la revista Blanco y Negro, y permitió detener a la fugitiva. La «reseña fotográfica policial» se reveló también inmediatamente como un arma de gran utilidad para descubrir la identidad de un cadáver. Así, un ejemplar de la revista especializada La Gaceta de la Policía publicado en 1913 informaba de cómo los inspectores habían logrado identificar el cuerpo del anarquista Manuel Pardiñas Serrano –quien se suicidó tras asesinar al presidente del Gobierno José Canalejas– gracias a la comparación que pudo realizarse con las fotos suyas que existían en el fichero policial: «Vemos en el retrato del cadáver que la cabeza está algo desviada de la posición que en el retrato judicial se exige y, sin embargo, pueden establecerse analogías en la inclinación de la frente. En ambas fotografías se aprecia la proporcional anchura de la nariz, sus cejas separadas notablemente, la boca grande, la inclinación de la nariz y asimetría facial derecha», explicaba la reseña publicada.
Por el contrario, las cámaras fotográficas tardaron aún bastante tiempo en incorporarse a la inspección ocular del escenario de algún hecho delictivo, ya que los modelos primitivos resultaban muy pesados y era complicado trasladarlos al lugar de autos. Hubo que esperar, por tanto, a que aparecieran cámaras más ligeras. De hecho, la primera vez que la policía española tomó fotos sobre el terreno tras la comisión de un delito fue en 1918, durante la ya citada investigación del robo del Tesoro del Delfín. A partir de entonces, los fotógrafos policiales recogieron con sus cámaras testimonio de numerosos sucesos luctuosos y sangrientos, como el asesinato en Madrid del político Eduardo Dato en 1921.
Problemas con los proyectiles
Pero aquellos pioneros de la policía no siempre disponían de los adelantos técnicos necesarios, y tenían que usar toda su creatividad para suplir las carencias de material especializado que padecían. Así, por ejemplo, el primer Laboratorio de Balística Forense en nuestro país se inauguró en 1921, pero no contó con un microscopio criminológico (el instrumento que se utiliza para analizar las características específicas de los proyectiles y compararlos con las heridas que causan) ¡hasta 1975!
A falta de dicha herramienta, los investigadores de principios del siglo XX se veían obligados (tal y como nos explicó el inspector Santos Lázaro Martín, actual conservador del Museo de la Policía de Madrid) a superponer fotos de las balas para analizar sus diferencias y similitudes a simple vista o con la ayuda de lupas.
Pese a lo rudimentarios que sus métodos de trabajo resultaban en ocasiones, aquellos esforzados detectives pusieron de manifiesto que había nacido una nueva era en la investigación policial, en la que la técnica y la ciencia formarían parte esencial del arsenal de los inspectores, tal y como el propio Niceto Alcalá-Zamora, primer presidente de la Segunda República española, reconoció en un artículo publicado en 1934: «Los trabajos técnico-policiales de laboratorio son a la policía lo que los rayos X a la medicina. Lo mismo que no basta con el ojo clínico del médico, tampoco le basta al policía moderno toda la astucia, sagacidad, memoria, y otras dotes que pueda poseer para realizar completamente la cada día más compleja, difícil y delicada función policial».
Fuente: libertaddigital.com